“Lumen Christi”. Luz de Cristo. “Deo gratias”. La luz nueva, el fuego vivificador que prende en el exterior de la iglesia, frente a la abierta de par en par puerta principal, eleva el espíritu. El sacerdote, nuestro querido Santiago, enciende el Cirio Pascual. Es noche cerrada. Los cristianos celebramos la Resurrección de Cristo: “Oremus…”.
Mañana de gloria, lluvia tras los cristales, una familia, especialmente una, mira con preocupación el cielo. Está amaneciendo. Suenan las campanas anunciando la buena nueva de la Resurrección del Salvador.
Desde la calle Aroche, allá abajo, en la plaza, se imagina el gentío apretujado en torno al altar mayor. La Virgen de Albricias espera su salida. La misa minerviana -como la describiera mi amigo Pablo, en una ocasión- está terminando. Han sonado fuerte las pisadas de los lanzaores, que han bailado ante Dios, y el toque de gaita y tamboril ha llenado el aire limpio de la iglesia. Huele a incienso y a gloria.
La lluvia no cesa y la procesión extraclaustral que siempre llena la plaza con sones cerreños se celebra dentro. Recogida, íntima, llena de fervor, de gracias, de amor, de plegarias por los seres queridos.
Todos los actos se solapan en finísima armonía de conjunción teatral, de liturgia sabia de quienes nos precedieron.